Don Camilo George Chams, “El Turco”, nació en Jdeideh, Líbano, el 18 de julio de 1912 y falleció en Fundación, Magdalena, el 11 de octubre de 1969.
A nuestro país ingresó por Cartagena en 1928. Y dos días después de su llegada a la heroica, se trasladó a Barranquilla, y de inmediato se sumergió en el trabajo, tal como lo hacían los inmigrantes de esa época, vendiendo por las calles las mercancías que les acreditaban quienes les habían apoyado en su duro viaje hacia la tierra prometida.
En 1940 se radica en Salamina, Magdalena, en donde al poco tiempo conoce a Cora González, pero a quien todos conocían como “Diosa”, y que años después fue rebautizada por uno de sus nietos como “Tota”. De este matrimonio nacen Kemel, Elías, Edgar y Miriam.
Cuando don Camilo llegó a Fundación en 1944, su residencia definitiva, lo hizo acompañado de “Tota” y de su hijo Kemel, en donde antes de abrir su próspero negocio, “Casa George”, se le veía caminando de pueblo en pueblo con un rollo de tela en el hombro y una tijera al cinto, tocando puertas en busca de clientes, a los cuales les fiaba en caso de que no contaran con efectivo. Para el caso, solo le bastaba con un “reconozco la deuda”.
Propietario de un español perfecto, bailador, era el que abría los bailes, y como participante de muchas actividades comunitarias para el desarrollo de Fundación, fue miembro líder en la creación del Club Rotario, del Club Social y de su Feria Ganadera. Puede decirse, con sobrados méritos, que don Camilo fue un visionario que se adelantó a su época, y con esa visión, inauguró su negocio estrella: “Casa George”, una especie de Sears en el que solo le faltó la escalera eléctrica, donde, entre otros artículos, vendió motocicletas Harley-Davidson, llantas marca Seiberling traídas de Brasil, igualmente vendió los primeros televisores, aires acondicionados, neveras, radios, radiolas, máquinas de coser, bicicletas, motores eléctricos de explosión, motores para bombear agua, repuestos para todos los equipos eléctricos y electrónicos que vendía en su almacén, incluido su mantenimiento, al igual que colchones y mobiliarios de oficina. Tuvo además una cortadora de acetatos, local aparte, en donde grabaron los conjuntos de acordeón más relevantes que llegaron por esa época a Fundación, al igual que vendió discos de 78, 45 y 33 revoluciones por minuto, y especialmente, acordeones.
En lo que respecta a los acordeones, me comentó Edgar, que Luis Enrique Martínez era el encargado de probarlos cuando estos llegaban al negocio de su papá. A la postre, con nueves años, Edgar no podía entender como “El Pollo” Vallenato, que tenía unos dedos muy gruesos, podía hundir los botones de las teclas del acordeón que eran tan pequeños, ya que la idea que él tenía, era que los botones tenían que ser hundidos hasta el fondo, y si así fuera, el grosor de sus dedos, según su inocente entender, no lo permitirían. Por supuesto, además de Luis Enrique, todos los acordeoneros que llegaban a amenizar parrandas a Fundación, el centro de las parrandas vallenatas de la Costa, por esa época, llegaban a “Casa George” para comprar o encargar un acordeón en especial.
Son muchos los recuerdos y anéc-dotas que de don Camilo mantengo aún vivos en mi memoria, en especial, los relacionados con los artículos de punta que solía vender en su almacén. Mis padres fueron asiduos compradores de “Casa George”: equipos de sonidos (radiolas), discos, máquinas de coser, aires acondicionados, neve-ras y ventiladores. En mi colección de discos conservo un buen número de los LPs que mis papás compraron en su almacén. Entre otros, música clásica, brillante, flamenca, tropical y boleros.
Y como dato curioso, en lo que respecta con la venta de discos en “Casa George”, en una ocasión, en Caracolicito, Cesar, en 1995, el cantautor Orlando “Nola” Maestre, me llevó donde una señora que le llamaban “La Chía”, quien fuera dueña de un establecimiento en el cual, la venta de cervezas solían amenizarla con música vallenata, ranchera, boleros y tropical, para lo que contaba con un picó en el que se reproducía la música desde un tocadiscos de 78 RPM. En esa oportunidad le compré a “La Chía” un lote de unos 450 de estos discos, y entre ellos encontré uno prensado por discos Curro que llevaba el sello “Casa George”, y sin pensarlo dos veces, se lo regalé a Miriam como un recuerdo del almacén de su padre, que desafortunadamente, debido a una serie de mudanzas de casa, se le extravió. Y es que, a donde don Camilo, además de los diferentes y apetecidos artículos que solía ofrecer en su negocio, venían de todas las poblaciones vecinas a Fundación, incluyendo Valledupar, a comprarle o a encargarle discos a su almacén.
Y es que las estrategias de las que solía echar mano “El Turco” para vender sus más variados y valiosos artículos, las que a la postre lo convirtieron en el comerciante más próspero de “La esquina del progreso del Magdalena”, eran algo fuera de lo común. Al respecto, me recordó Edgar, que cuando a “Casa George” le llegaba un nuevo modelo de radiola, de inmediato se lo enviaba a mi papá, Ricardo López Paternina, y se la llevaban montada en una carretilla, con Edgar sosteniéndola por un lado para evitar que no se les fuera a caer por el camino. Y por supuesto que de mi casa no volvía a salir ese nuevo y sofisticado equipo.
La última radiola que mi papá le compró a Don Camilo, y la que, al igual que las otras, le llegó en una carretilla, conservo una foto, traía incorporada un radio Phillips, un tocadiscos Garrad, varias divisiones en su parte inferior derecha, puerta incluida, que servían para colocar los discos, y dos parlantes con sonido estéreo. A destacar, que Edgar en esa oportunidad trajo consigo un surtido de LPS, igualmente estéreos, con los que mi padre se dio el lujo de ser el primero en Fundación y sus alrededores, en escuchar tan sofisticado y deslumbrante sonido.

Otro de los recuerdos inolvidables que aún conservo de “Casa George”, se dio en 1958, cuando mi mamá, Dolores Solano de López, le compró a don Camilo una máquina de coser eléctrica marca Borletti, la primera que de este tipo llegó a Fundación, y que, entre otras funciones, hacía zigzag, fruncidos y ojales, a los que se les hacía la abertura con una especie de bisturí pequeño con cacha de pasta que la máquina de coser traía incorporada. Pero, ocurrió que nadie daba como enhebrar la aguja, ya que antes de pasar el hilo por su ojo, este debía pasar por un laberinto de poleas. En medio de este embrollo mi hermana Cielo, que por esa época tenía unos 8 años, se dio a la tarea de resolver este acertijo y lo consiguió para el alborozo de mi padre, que loco de la felicidad y sin pensarlo dos veces, a las volandas se la lleva a don Camilo para que le ensañara a él y a su equipo de trabajo como era que se enhebraba el hilo en la aguja. Esta máquina de coser, para fortuna de los hijos de don Camilo y de los que lo apreciamos, mi hermana la conserva en su casa, entre los tantos recuerdos que dejó mi mamá.
Don Camilo se integró tanto a nuestra cultura, incluida la gastronomía, la música, el baile, la historia, la literatura, entre otras disciplinas, que parecía un fundanense, más fundanense de todos los fundanenses. En los carnavales solía alternar los salones, lo que hoy llamamos casetas, con los bailes del Club Social. El salón Paraíso fue su salón preferido, y cuando don Camilo hacia su entrada triunfal en él, al lado de una despampanante “mona” (así les decían a las mujeres que se disfrazaban con capuchón y llevaban en la mano una varita para mantener a raya a los niños que por puro goce les halaban la capa), de inmediato por alto parlante anunciaban su ingreso con la pareja de turno, la que identificaban, por llevar cubierta su cara y cabeza con un antifaz y un capirote, con el número que llevaba prendido en su capa de satín atiborrada de lentejuelas y cascabeles. Y tras este anuncio, lo que a continuación se escuchaba era una estruendosa ovación, seguida de una salva de aplausos sostenidos que se escuchaban a varias cuadras a la redonda. Esta era la manera como los que le conocían, sin distingo de clases, expresaban su aprecio y cariño a este inolvidable personaje.
Al respecto, me comentó Miriam, que cuando se acercaban los carnavales, “Tota”, bajo la dirección de su papá, le confeccionaba a su esposo un antifaz bordado de lentejuelas y de otras preciosidades, como parte de su atuendo carnavalesco. Además, contaba, por parte de su esposa, de licencia para que, durante los carnavales, fuera acompañado de la “mona” que a su criterio a bien eligiera. Y cuando Miriam intrigada le preguntaba a su mamá, porque razón no se molestaba cuando su papá se iba a bailar a los salones con otra mujer, ella le contestaba, “déjalo que se divierta, que tu papá trabaja mucho”. ¡Que dicha!
Pero, además del atuendo carnavalesco con el que se disfrazaba para ir a los salones, don Camilo, me explica Miriam, usaba otro disfraz para atender a los clientes en su negocio, que consistía en un turbante llamado “tarbus”, el que combinaba con camisas brillantes que llevaban estampados motivos alusivos al carnaval, atuendo que todos los años le enviaban unos primos que vivían en Barranquilla. Como quien dice, “quien lo vive es quien lo goza”, y don Camilo se gozaba los carnavales de Fundación como pocos solían hacerlo por esa época.
Y es que don Camilo no solo se integró a plenitud con nuestra música en general, sino que, en particular, lo hizo, y en un grado superior, con nuestro folclor vallenato en auge por esos tiempos en “La esquina del progreso” del Magdalena. Y esta integración aunada a la venta de acordeones, lo inspiró, anticipándose 18 años al primer Festival de la Leyenda Vallenata, en 1968, al crear en 1950, el primer concurso de acordeones que se realizó en nuestro país, y que, a la postre, terminaron siendo cinco. Y los que, a excepción del último concurso que se celebró entre lo que es hoy el banco BBVA y la casa de juegos electrónicos “El Casino” (tarima ubicada en la calle 6 y las carreras 7ª y 8), fuera de este concurso, los resaltantes se celebraron al frente de su almacén con la tarima ubicada en la calle 6, entre las carreras 9 y 10.
Los concursos de acordeón, que bajo la dirección de don Camilo, se celebraron en Fundación fueron los siguientes:
1950: Dionisio Martínez Pitre, primo de Luis Enrique Martínez, primer lugar; y, “Chema” Martínez, hermano de Luis Enrique, segundo lugar.
1951: “Chema” Martínez, quien se alzó con el triunfo al interpretar magistralmente la canción por ese entonces inédita “Jardín de Fundación”. Segundo lugar, Francisco “Pachito” Rada, hijo del legendario “Pacho” Rada, el autor de la “Lira plateña”, entre otros, temas clásicos. En este evento fue declarado como “Niño Prodigio del Acordeón” con nueve años: Alfredo Gutiérrez Vital, El “Rebelde del Acordeón” y tres veces Rey Vallenato. En esta segunda versión del concurso de acordeones, “Pachito” Rada, quien protestó la decisión del jurado, enfurecido se dirigió hacia la casa donde vivía Luis Enrique Martínez, al que encontró tendido en su hamaca, cuan largo era; pero, como fue su costumbre de hombre calmado, reposado y nada amante a los líos, en un Santiamén logró calmar a “Pachito”.
1955: Francisco “Pachito” Rada, primer lugar; y, Andrés Landero, segundo lugar.
1958: De momento no se cuenta con este registro.
1959: Luis Enrique Martínez, primer lugar. Del acordeonero que ocupó el segundo lugar, no contamos, todavía, con esta información.
Como dato curioso, cabe destacar que Edgar George, hijo de don Camilo, tiene un recuerdo vivido de esta ocasión, en la que “El Pollo Vallenato” se coronó ganador de este último concurso. Edgar recuerda, como si fuera ayer, que esa oportunidad, para su sorpresa y admiración, Luis Enrique tocó el acordeón con el pico de una botella y con una toalla tapando el teclado del acordeón. ¡Sorprendente!